Cultura, un campo de cultivo

Partí mi camino profesional estudiando educación; en esos tiempos de los 80′, el intelecto llenaba de verborrea las aulas y en realidad buscábamos contenidos como materia de adquisición para la memoria, suponiendo con ello que las cosas eran inamovibles, sin sospechar apenas que la globalización y la tecnología harían temblar las bases de nuestra cultura y que nada de lo que hiciéramos,  cambiaría mucho las cosas. Al egresar de la carrera, me preguntaba ¿para qué enseñar historia? Hurgaba entre medio de la disociación de nuestros tiempos; me preguntaba -¿qué conocimientos estaban vivos? ¿qué valía la pena enseñar? ¿qué experiencias activarían la magia  de aprender?

Creía que estudiar periodismo -ingresé en los 90′-  me aportaría como educadora y me ilusioné con las técnicas de comunicación para conquistar a la audiencia. Apenas egresé, trabajamos con un equipo de docentes de la Universidad armando un Diplomado en Comunicación y Educación con el que pretendíamos brindar ciertos aires de vida y actualidad al arte de la comunicación de la cultura, la educación. Pero la decepción fue grande, las tecnologías globales no aseguraban a los maestros más que instrumentos aparatosos; pero ellos (no todos), seguían siendo aburridos, con conocimiento mediáticos no aseguraban experiencias movilizadoras. En nuestra investigación, los niños y jóvenes se quejaban en los grupos focales de la misma disociación que yo había experimentado con muchos de mis maestros, una década antes.

Seguí en búsqueda, sólo que esta vez hice un viraje de la academia,  a disciplinas, que en los 90′ eran campos de conocimiento ubicados en el patio trasero del conocimiento. Me introduje en el mundo del coaching y junto con eso, se inició un proceso transformador, que agregó muchas pistas a mis preguntas ¿cómo habíamos olvidado al ser detrás de la palabra?,  ¿cómo creíamos que el lenguaje estaba muerto? No nos dábamos cuenta que las palabras creaban la realidad y que el cuerpo era la manifestación de una coherencia del ser que se expresaba, muchas veces sin conciencia de su impacto. 

Y por muchos años, intenté identificar ¿cómo nos ingeniamos los educadores para matar la vida en la enseñanza? Jerome Bruner, muy tempranamente habló,  en La Educación, una Puerta de la Cultura, de la capacidad potencial de los educadores para vivificar el conocimiento a través del arte de contar historias vivas, no de personajes muertos. Recuerdo a mi profesor de Periodismo, Guillermo Blanco cuando decía, ¿no será mejor, en vez de hablar  del personaje fosilizado y mostrar la estatua de Pedro de Valdivia, hablar de lo que él sentía, de lo que lo movilizaba por dentro, aunque te encontrases  hablando de él y su mujer. Solía decir, que cuando ahuecamos las historias de su emocionalidad y vida, adormecemos el potencial del asombro y la proximidad de los contenidos ¿cómo lograremos formar educadores en el arte de dar vida? ¿cómo formar en el arte de hacer y hacerse preguntas? ¿quién es el que comunica? ¿está viva su palabra? ¿es auténtica su comunicación?.

Aprendí que la narrativa periodística sabe tocar hebras esenciales que apelan a la emoción, la proximidad y la experiencia. Sin embargo, las técnicas no bastan, hay un ser del maestro que despliega su credibilidad desde el cuerpo. El niño reconoce el mensaje auténtico. Sabe qué maestros están vivos y cuáles han reducido su acción a acciones estériles. 

Aprendí de la Ontología del Lenguaje, que «la palabra no es inocente» (Rafael. Echeverría), cada juicio crea realidad, y junto con ello, genera en la mente del aprendiz bajas o altas expectativas de logro, bajas o altas autoestimas, vidas que se abren o se trenzan en espejos estropeados por la mecánica docente.

Dado la naturaleza ontológica de la educación, las carreras de formación docente requieren centrarse en el desarrollo del ser para el hacer, de manera de labrar la vida de los maestros. Las universidades, necesitan colaborar en la construcción de la cultura, inaugurando espacios nuevos para el desarrollo de competencias genéricas que labren el sustrato de las personas que serán los profesionales,  que construirán con su sabiduría o destruirán con su ignorancia,  la cultura de estos tiempos.

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